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TAMARA SILVA BERNASCHINA, HAN KANG, Y LO NO DICHO

Luis A. Fleitas Coya

            ¿Por qué no? La lectura depara sorpresas; en medio de la travesía a través de un libro pueden ocurrir extrañas cosas. Como con Actos humanos de Han Kang, novela dolorosa y densa de estilo; leyendo sus páginas me asaltaron imágenes de la prosa nítida y precisa de otro libro leído anteriormente, Temporada de ballenas de Tamara Silva Bernaschina. No podía ser, pero un texto luchaba por compararse con el otro, sin que por mi parte perdiera el hilo de lo que iba leyendo.  Como en un desigual torneo, como David contra Goliat, ahí estaban, la criolla y joven Tamara Silva Bernaschina versus la consagrada surcoreana y premio Nobel de 2024.  Culminada la novela de Han Kang, la carga emocional y de elaboración racional que sobreviene cuando uno termina una lectura y las ideas y las sensaciones siguen zumbando por los meandros del yo y sus secuaces sin que se pueda hacer nada para evitarlo, postergó la asociación relegándola a un segundo plano. Pero claro, ya estaba instalada la estaca en el corazón del oficio de escritor y los desvelos por la carpintería interna de la escritura, así que tiempo después, aquí vamos.          

             Escamotearle datos al lector, ocultar zonas profundas de lo que se quiere contar, relegar lo trascendente a un segundo plano aparentemente inocuo, son recursos que en nuestra literatura cuentan con notables cultores, como Morosoli y sus cuentos, algunos textos de Felisberto Hernández,  y muchos de los mejores cuentos de Onetti   como Jacob y el otro, Un sueño realizado, El infierno tan temido, La novia robada, Esbjerg en la costa, Justo el 31, o su novela Los adioses.

             Toda la literatura, en realidad todo texto escrito, no es más que una concatenación de signos colocados sobre un papel, sobre un papiro, sobre una corteza de árbol o un junco, o en una piedra o en lo que sea. Si no hubiera alguien capaz de descifrarlos, los signos permanecerían como algo mudo e inaccesible, tan carentes de sentido y de significado como los jeroglíficos egipcios hasta que Champollion logró descifrarlos a partir de la piedra Rosetta, o como continúa ocurriendo aún hasta hoy con la escritura del Valle del Indo. Cuando un escritor elabora esa cadena de artificios expresivos –signos- que es un texto, lo dirige a un destinario, el lector, que debe ser capaz de descifrarlo. En primer lugar porque el texto escrito sigue siendo un mero conjunto de garabatos mientras no se lo pone en contexto con un determinado código lingüístico establecido convencionalmente, que explique su contenido, cada palabra del texto, y con reglas sintácticas preexistentes que organicen y den sentido a las funciones recíprocas de los términos del texto como sujetos, predicados, verbos, oraciones, o signos de puntuación; en segundo lugar, porque la escritura en general, y la literatura en particular y muy especialmente, suele ser compleja y contener elementos no dichos, que no aparecen en la superficie o apariencia de la expresión, y que precisamente por eso requieren que el destinatario deba  completar el contenido del texto, realizando instantánea y concomitantemente al momento de la lectura, una cooperación activa y consciente. Piénsese en el primer párrafo de Cien años de soledad: “Muchos años después frente al pelotón de fusilamiento el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.   Nada de todo lo que el lector debe inferir –como el tiempo de la narración, el tiempo de la historia que se cuenta, o el tiempo en sentido cronológico- está dicho expresamente en el párrafo. Por el contrario, son cuestiones omitidas ex profeso, y que por consiguiente el lector tiene que inducir por sí solo: que existe un presente en el cual está ocurriendo la historia y que solo en un futuro desconocido ocurrirá un conflicto armado a raíz del cual el coronel Aureliano Buendía será sometido a un pelotón de fusilamiento y frente al cual recordará; que la utilización del adjetivo “remota” implica el recuerdo de un acontecimiento muy lejano, con seguridad y certeza, de la infancia del coronel; que los términos “Muchos años después” y “había de recordar” inducen a concluir que el episodio recordado por el coronel, la tarde en que su padre lo llevara a conocer el hielo, es en realidad el presente en que va a comenzar la historia, como lo confirmará la siguiente frase: “Macondo era entonces una aldea…”; que ese presente ocurre en el siglo XIX o cuando más en los albores del 900, ya que en el siglo XX, siglo de la electricidad y las heladeras, el hielo pasó de ser algo exótico a algo común y corriente.

            El fragmento demuestra que los textos pueden estar llenos de huecos explicativos, espacios en blanco que hay que completar, que por supuesto el autor conoce y que ha dejado así a propósito, fundamentalmente porque como señala Umberto Eco en Lector in fabula, un texto es un mecanismo económico, perezoso o avaro que prefiere nutrirse del sentido que el destinatario le aportará, y solo los textos escritos con extrema pedantería, excesiva intención didáctica, o deficiencias creativas, se complican con redundancias y especificaciones innecesarias; y además porque cuando autor se aleja de lo meramente didáctico hacia la función estética, el texto quiere dejar al lector la iniciativa interpretativa, por más que el deseo íntimo de todo autor sea ser interpretado conforme a sus propias coordenadas. La buena literatura requiere que el destinatario, el lector, la ayude a funcionar.

           Temporada de ballenas de Tamara Silva Bernaschina (Estuario Editora, 2024, 129 páginas) pertenece a la categoría de esos textos que exigen particularmente esas acciones. La misma estructura de la obra, construida sobre trozos breves cual pincelazos que no están numerados ni siguen un orden de línea temporal o de vinculación de sucesos, desafía al lector y lo lleva a preguntarse incluso si se trata o no de una novela y cuál o cuáles son sus temas.  A priori parecería enmarcarse dentro del subgénero novela de infancia más nunca es seguro que sea así; hay cierta trama familiar y  barrial como la historia del corazón operado de la bisabuela Pocha cuyos latidos van a escuchar los vecinos maravillados por los logros de la medicina avanzada de Montevideo, la historia de la madre y su nuevo novio así como los esporádicos contactos con el padre separado, la historia de la perra Linda, la historia de la abuela Ana y el abuelo Tata, la historia de la hermana, la historia del vecino Sebastián, su perro Pedro y su madre Quica, y luego las historias barriales como las de la piscina, la laguna seca, la cantera, o la procesión a la virgen del  cerro Verdún.  Pero no todo atañe a la niñez, a la familia, o al barrio minuano: hay otro tema que irrumpe y se empieza a abrir paso entre las otras historias.

           A la protagonista, ahora joven o adolescente, le llega un correo electrónico con información sobre una extraña ballena jorobada que canta en una frecuencia de 52 hercios, diferente de la que emplean las ballenas de su especie. Su descubridor fue un biólogo marino William Watkins en la década de 1980, desde entonces es captada cada tanto, y la protagonista se fascina con la figura del descubridor y la historia de la ballena, piensa en Watkins, no puede dormir, escucha videos con cantos de ballenas jorobadas, se imagina que se dicen cosas secretas. En la época de temporada de ballenas se va a un balneario, Santa Isabel, donde aterida de frío intenta por las noches entre el viento y la oscuridad, sentir el canto de las ballenas; luego recurre a un científico, Enzo, un tanto estrafalario, para que la ayude a escuchar a la ballena de los 52 hercios, que va a pasa por las costas uruguayas según ha ubicado en un sistema de seguimiento on line.  También en Moby Dick de Melville (cap. XLIII), una noche en pleno océano dos marineros de guardia en la cubierta del Pequod escuchan entre atemorizados, intrigados y fascinados, ruidos y sonidos extraños provenientes de las escotillas:  una lectura superficial del capítulo señalaría que se trata de un polizón oculto, pero una lectura atenta del desarrollo de la novela muestra que la intención del autor es incrementar la tensión sugiriendo que la ballena blanca ronda, siniestra, por debajo del barco. Claro que en la novela de Melville la intriga y la fascinación es por lo inconmensurable que representa la ballena blanca, una fuerza acechante que se presenta como imposible para las fuerzas humanas; en  Temporada de ballenas la fascinación por la ballena jorobada de canto extraño alude a otra cosa.

           La novela no nos dice cómo se unen las historias de la niña y de su barrio con esta otra historia de una joven y su obsesión cetácea, ni nos habla del tránsito de la niñez hacia la adolescencia o juventud –salvo en alguna alusión cuando el regreso a la casa materna-, y mucho menos qué es lo que se propone la obra y su autora. Hay algo de la invención de la poesía en estas dos dimensiones que corren paralelas y sin explicación, cual metáfora por contraposición. Las historias de la niña, encantadoras en su sencillez remarcada por la austeridad del lenguaje y lo tajante de los puntos y aparte con que se cierra abruptamente cada trozo o capítulo, denotan por lo general sucesos que a la pequeña protagonista le causan extrañeza y para los que no tiene mayor explicación. En la protagonista joven el mundo ya aparece instalado y definido junto a una desolación que parece devastarla y su refugio en la historia inaudita de la ballena solitaria que recorre el mundo y los mares sin poder comunicarse. Esa historia es acaso un reflejo del propio desacomodamiento de la protagonista, de su incomunicación o ajenidad, o mejor aún, una identificación con otro ser solitario que también deambula por el vasto mundo, buscando contactarse con un lenguaje que no es comprendido por nadie. “Le cuento a mi madre sobre la ballena que recorre el mundo en silencio. Hablo de todo lo que se nos debe estar escapando por tener oídos humanos, ojos humanos, vidas humanas. Hablo de las ganas de a veces ser otra cosa”, dice la protagonista.  Así, el fragmento del llanto del bebé chorreado por el agua sucia de una rejilla de ventilación en un ómnibus, revelador de cómo el extrañamiento deviene en incomunicación: la protagonista quiere comunicarse con la madre del bebé pero no lo logra hasta que cuando finalmente sí lo hace, la madre entiende otra cosa y la mira como si estuviera loca; el nivel de ajenidad es tal que la protagonista siente que los pedazos de comida de un vómito que se arrastra por el piso del ómnibus ”se agitan como cadáveres arrastrados por la marea”. El agua chorreando, el vómito cual marea; el agua aparece como telón de fondo omnipresente en diversos fragmentos: la ahogada, la cañada seca, la piscina, la playa, el mar, el océano, la ballena.  Agua, agua, agua, siempre agua.

           Ya en su primer libro, Desastres naturales,  los cuentos de la escritora hacían gala de ese mismo desasosiego y extrañamiento frente a la realidad, que esta novela trata con otra dimensión que define mucho mejor a la autora como una creadora original y potente.  De forma talentosa Tamara Silva Bernaschina escribe sus historias apelando a esa prosa adusta que ya hemos referido, y aplicando la estrategia narrativa de prever los movimientos del lector, a quien deja librado completar y desentrañar el texto.

            Algo que siempre hay que agradecer.

             Actos humanos de Han Kang (Random House, 2024, 202 págs.) por contraposición, no es de escritura escueta, ni hace gala de nitidez. Por el contrario, el estilo de la escritora surcoreana es abigarrado y de una textura mucho más apelmazada. Nada sabíamos de ella hasta que la academia sueca la premió con el Nobel de literatura 2024, así como poco y nada sabemos por lo general de la literatura coreana. Las noticias y comentarios críticos sobre su obra remarcan la trascendencia de La vegetariana, sin embargo, luego de leer Actos humanos y de hurgar un poco en su biografía y en su trayectoria vital y artística, puede sostenerse que la crítica ha soslayado la importancia del involucramiento de la escritora con la realidad histórica, social y política de su país, traducido en su obra de manera poderosa y significativa, como lo demuestran no solo Actos humanos sino también la posterior Imposible decir adiós.

             No obstante, Actos humanos dista mucho de ser una crónica de sucesos históricos o políticos; ni siquiera los explica ni los detalla. Salvo las menciones a la ciudad donde ocurrieron los hechos, Gwangju, e indirectamente al dictador que promovió las masacres al transcribir en el capítulo “Las siete bofetadas” un cartel que reza “Abajo la dictadura del asesino Chu Doo-whan”, nada más sabemos, ni año, ni circunstancias políticas, ni aspectos del enfrentamiento o de la represión. Nada; por lo menos hasta el Epilogo “La vela cubierta de nieve” en que desde el yo de la protagonista-narradora de ese final, se producen ciertas revelaciones por lo menos en cuanto a su peripecia vital y su relación con los hechos relatados. En el resto de los capítulos los puntos de vista narrativos cambian, con la peculiaridad de estar dotado, cada uno, de una pertinaz y constante estrategia oblicua o indirecta utilizando diversas voces y disímiles tiempos narrativos que alteran y fraccionan la linealidad del relato e intencionalmente difuminan la realidad. En uno, “Las avecillas”, es uno de los personajes –tal vez la hermana de Dongho, tal vez la protagonista-narradora del Epílogo- que utilizando la segunda voz del singular narra las peripecias trágicas de Dongho, un adolescente de quince años asesinado durante la represión del ejército contra los atrincherados en la sede del Gobierno Provincial donde guardan los cadáveres de los estudiantes asesinados en las manifestaciones, y que se dirige a Dongho, ya muerto, contándole lo que le pasó. En otro, “Hálito negro”, es el propio Dongho, muerto, quien recrea lo que vive su alma desde su propia muerte, rodeado de cadáveres en descomposición.  En “Las siete bofetadas”, en tercera persona del singular, el punto de vista es el de Eunsuk, la madre de Dongho,  empleada de una editorial y abofeteada por un represor en la Oficina de Censura para que delate al traductor de un libro prohibido. En “Hierro sangre”, nuevamente en primera persona, alguien sin nombre cuenta la prisión y torturas sufridas por él y por otros dos presos adolescentes de quince y diecinueve años, Yeongjae y Jinsu.  En “La pupila de la noche”,  en segunda persona del singular, se narra el debate emocional y negacional consigo misma de una participante anónima en las manifestaciones que se apresta a dar testimonio grabado de la represión y de las torturas sufridas a sus diecisiete años. En “Detrás de las flores” nuevamente la madre de Dongho, ya vieja,  narra en primera persona el dolor atroz, interminable por la muerte de su hijo.

             Las historias son circulares y todas van siendo conectadas de un modo u otro por las diversas voces narrativas de la novela: los adolescentes asesinados o presos y torturados, Dongho, Jinsu, Seonju, Yeongjae, así como Eunsuk, aparecen una y otra vez en los capítulos desde diferentes enfoques. En el Epílogo una protagonista también innominada va develando sus contactos con la masacre y con los personajes, revelándose como la investigadora de los hechos y narradora hasta ubicar la tumba de Dongho, en un desolador final.  Todo en la novela es sobrecogedor y trágico. La virtud de Han Kang –en línea con lo expresado sobre Tamara Silva Benaschina, lo no dicho y la cooperación interpretativa del lector- está en soslayar datos y hacernos recorrer todo el periplo develándonos aquí y a allá parte de los hechos y mostrándonos los personajes desde distintos ángulos nunca abarcativos del todo ni completamente explícitos, hundiéndonos en los retorcijones del sufrimiento de las víctimas y en la vida que prosiguió después sin que nada pudiera ya ser reparado, pero evitándonos patetismos, épicas y panfletarismos, y dejándonos con el deseo de saber más, de conocer cómo y por qué pudo haber sucedido.

              Mas eso, justamente eso, es lo que queda en manos del lector.           

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