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Diana Fleitas

         A mis tres años la vi nacer en nuestra casa en Varela; no tengo recuerdos de mi madre embarazada pero sí y muy nítidos de aquel día repentino en que se armó un inusitado revuelo, llegó Haydeé, la madama, precediendo al doctor Podestá, y el dormitorio de mis padres se llenó de blanco: sábanas, paños, algodones, y una gran tina. La abuela María Elena nos vino a buscar a Susana  y a mí, y nos llevó a su casa caminando por la calle Sarandí enfangada de un barro colorado mientras nos indicaba allá a lo lejos en el firmamento el lugar por donde vendría volando la cigüeña llevando en su pico la caja portentosa con el hermanito o hermanita adentro. Recuerdo esforzarme por ver, pero por más que lo intenté solo vi unos pajarracos lejanos más parecidos a teruteros que otra cosa, revoloteando sobre una isla de eucaliptos; ¿sería alguno de ellos la tan mentada cigüeña?  No me lo podía explicar pero algo no cuadraba en todo aquello. Por la tarde o al día siguiente, la abuela nos llevó de nuevo a casa, y allí estaba, entre las sábanas blancas, una cosa oscura que nos dijeron que era nuestra hermanita. Y ya para siempre siguió siéndolo.

          La veo ahora una y otra vez correteando entre las plantas del jardín y por el fondo hecha un demonio de colitas negras y ojos refulgentes como dos carbones, pura risa. La oigo hablar con su modo enrevesado, trabucando palabras como mesarlú en lugar de mesa de luz, o Mávrica en lugar de Maverick, que al mismo tiempo que nos causaba mucha gracia, nos producía una ternura indescriptible, mientras  ella se enfurecía con nosotros por reírnos de su jerga. Cuando Susana primero y yo después ingresamos a la escuela, ella quedó en casa dueña y señora, jugando, corriendo, y adueñándose del corazón de mi padre. Siempre fue su debilidad y su compinche, pese a que a veces lo desconcertara y lo dejara frío como la vez que le preguntó frente a todos nosotros en el comedor de casa, si sabía qué quería decir Roma al revés, y a mi viejo se le juntaron las cejas y todos sus prejuicios, inhibiciones y represiones para reaccionar luego de un instante de perplejidad con un “Yo te voy a dar a vos Roma al revés”. También fuimos compinches en juegos y aventuras, como los fabulosos candiales en el verano, a la hora de la siesta, bajo la batuta y organización de Susana, baqueana y capitana, que implicaban la hazaña de sacar huevos de los nidos del gallinero sin que las gallinas hicieran alharaca para no despertar a nuestros padres.  Aunque claro, la diferencia de edad la hacía cada tanto morder el polvo de la discriminación y el desdén especialmente cuando la dejábamos de lado para jugar con chiquilines de nuestras edades.

          Cuando le tocó el turno de iniciar la escuela se inició para ella una etapa luminosa. Tuvo la fortuna de cursar jardinera con Teté, una maestra de excepcional trato y calidez proveniente de Minas, hermana de nuestro inolvidable tío Miguel, y de fugaz paso por la escuela del pueblo donde dejó una huella y una impronta tal que nuestra hermanita menor siempre recordaría y agradecería.  Y por su fuera poco, en primero fue alumna de nuestra queridísima tía Marita, la hermana menor de mamá. En la escuela forjó su propia identidad y cosechó su propio mundo de amistades, alejándose definitivamente de nuestro fuero de atracción y consolidando una inteligencia clara y serena muy del tipo de la de mi padre.

          Al fin tuvo su bicicleta propia y fueron inseparables. Allá salía dale que dale pedal por las calles del pueblo, dueña de sus acciones y del vasto mundo. Aprovechaba cualquier circunstancia para sus travesías, al punto de aceptar que Susana, cinco años mayor y ya en el liceo, la enviara como correo para intercambiar mensajes con sus íntimas, sobre vestimentas, peinados, preparativos para bailes y amoríos.

          Fue siempre tan amiguera que ya en el liceo tenía un grupo de incondicionales, algunas de por vida, al igual que muchas otras en sus diferentes etapas y épocas posteriores.  Su adolescencia liceal voló rauda y destacada por materias y cursos, y creo que vivió una época dorada hasta que la tragedia familiar de la muerte de nuestro padre nos devastó a todos e hizo estragos particularmente en ella y en su destino. Susana y yo ya estábamos en Montevideo estudiando, teníamos otra edad y otras herramientas para salir adelante. Ese cataclismo imprevisible e inesperado la despojó de su adolescencia y la inició precozmente en la adultez demostrando nuevas cualidades como su resiliencia, su tenacidad, y su vocación. En Montevideo terminó bachillerato con la determinación de estudiar Ciencias Económicas, ingresó a trabajar en Contaduría de Secundaria, formó una familia y luchó siempre como una leona por sus hijos Nacho y Magdalena.  Obtuvo su título de contadora pese a las mil dificultades que tuvo que afrontar, y desarrolló una particular vocación como docente, especialmente como docente universitaria, de la que estaba particularmente orgullosa y satisfecha, incorporando y utilizando las nuevas herramientas y plataformas informáticas y didácticas con destreza y maestría. El 30 de marzo festejamos su cumpleaños y estaba radiante, se jubilaría. El 8 de junio me envió las dos últimas fotos. Se las tomaron sus alumnos dictando su clase de Contabilidad I en el aula magna de la Facultad, su Facultad, que tanto adoraba. Allí se la ve, de pie, señera, hecha la mujer y profesora firme y sólida en que se convirtió.  Era su último curso, me escribió. De la escuela Nº 6 de segundo grado de José Pedro Varela al aula magna de la Facultad de Ciencias Económicas,  le contesté, y bien me podría haber ahorrado el humor. No solo era su último curso, también sería su último año de vida y a duras penas pudo iniciar el trámite ante el BPS y la Caja de Profesionales; no pudo llegar a ver cumplido su objetivo tan ansiado y tan justo.

           Cucho, un apodo que dicen le puse malamente a mis tres años y del que no pudo librarse pese a tener un precioso nombre.  Hasta sus últimos días se mantuvo conversando con lucidez; enfrentó la muerte con un coraje y un estoicismo sobrecogedores, y –estoy convencido- con la determinación de no preocupar a los demás.  Ni siquiera se avino a conversar sobre lo que le estaba pasando. Susana quiso allanarle el camino pero no pudo, y yo ni siquiera pude pasar más allá de algún sesgado intento. ¿Pero qué podría haberle dicho? ¿Que tuvo mucha mala suerte pese a que cuando todo comenzó consultó varios médicos, se hizo análisis, se preocupó, no se dejó estar, y mucho menos se lo merecía? ¿Que fue una infamia que ningún médico se haya preocupado de indagar más allá de las apariencias superficiales de dolores reumáticos o artrosis, para llegar a tiempo, más de un año antes, a un diagnóstico preciso que hubiera permitido combatir con alguna chance la enfermedad?  Estoy seguro que todo lo sabía, así que no era necesario, amén de que hubiera sido una crueldad imperdonable descargarle una letanía de lamentos sobre lo inevitable que se le venía encima. Mucho menos filosofar con ella sobre la fugacidad de la vida, sobre el inevitable destino que a todos nos acecha, y con que apenas somos un conjunto de quarks que se atraen entre sí formando electrones, protones y neutrones, de los que milagrosa y aleatoriamente surgimos para extinguirnos después.  Nada de eso le hubiera servido para nada. Y de nada tampoco estoy seguro. Solo siento que fue mucho mejor haber charlado en sus últimos días de la forma que lo hicimos, contándonos cosas y recordando nuestras vidas y nuestra infancia, riéndonos y por supuesto, haciéndonos saber en cada palabra, sin decirlo, lo mucho que nos queríamos.

Es muy difícil condensar su vida, apartar el dolor, escribir con sobriedad. No he querido hacer una nota biográfica, ni siquiera una semblanza.  Despierta,  sensible,  inquieta, lectora voraz, siempre fuimos muy afines, compartimos valores, principios, ideas, puntos de vista, la pasión por la música, los libros y las películas, y la admiré mucho por su superación y empoderamiento. De nuestra infancia y de las inolvidables vacaciones de verano que pasamos con nuestros padres, le quedó otra pasión, la pasión por la playa y por el mar y fue muy feliz en su casa del balneario Bella Vista, donde dispuso que fuera su lugar final.  Recibí luego de su muerte algunos preciados mensajes como los de sus incondicionales Ney y Cristina que la pintan de cuerpo entero en su sentido de la amistad entrañable. Me recriminaré una y otra vez no haber hecho más por ella y no haber estado más cerca suyo en determinados momentos de su vida, y solo quiero decir todo lo que la quise desde que aquel remoto día del año de las inundaciones, en que vino al mundo traída por una dudosa cigüeña de vuelo incierto por encima de los lejanos árboles del horizonte de José Pedro Varela.

2 thoughts on “Diana Fleitas

  1. María Lilia Coya

    Grande Quico, la describiste tal cual era, se me pinto un lagrimon. Un beso grande

    1. LuisA.FleitasCoya

      Muchas gracias Ma Lilia. Abrazo.

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