Quod non est in actis non est in mundo
Nosotros los vencidos, Fernando Butazzoni, Alfaguara, 2023
Luis A. Fleitas Coya
La Chacrita, marzo de 2024
Hacia 1986 Fernando Butazzoni publicó una de las novelas capitales del post sesentismo de la literatura uruguaya, integrante de un selecto núcleo de novelas que en el período ulterior a la dictadura abanderaron el cambio en nuestra novelística, dejando atrás los tópicos onettianos, de la generación del 45 y de la novela uruguaya de las convulsionadas décadas de los años 60 y principios de los 70 anclada en la difícil realidad social y económica, en la efervescencia estudiantil, sindical y política, en la violencia revolucionaria y en la violencia de la represión. Alejada de todo reduccionismo político El tigre y la nieve “fue una desgarradora y muy profunda indagación sobre una sobreviviente de La Perla, un campo de detención y exterminio de la dictadura militar argentina. La trágica historia de Julia Flores y su relación con el joven periodista que narra la historia, no es ni maniquea ni manipuladora y con formidable vigor ahonda en los abismos en los que se vio obligada a bucear la protagonista para salvarse de la muerte a través de un vínculo con un oficial torturador. La belleza de la novela es tal, que pese a la desolación, al dolor, a la culpa y a la muerte, logra la hazaña de una narrativa dotada de un lirismo sin concesiones” (https://luisafleitascoya.com/2023/12/31/damian-gonzalez-bertolino-y-el-fondo-desde-el-interior-asaltando-la-realidad/).
No fue el inicio de la carrera literaria de Fernando Butazzoni, ni mucho menos. Ya en 1979 su libro de cuentos Los días de nuestra sangre había ganado el premio Casa de las Américas siendo publicado en La Habana; y en 1981 había publicado su primera novela La noche abierta, a la cual le seguirían la ya citada El tigre y la nieve (1986), La danza de los perdidos (1988), El príncipe de la muerte (1993), La noche en que Gardel lloró en mi alcoba (1996), Mendoza miente (1998), Libro de brujas (2001), El profeta imperfecto (2007), Un lugar lejano (2010), Las cenizas del cóndor (2014), Una historia americana (2017), Los que nunca olvidarán (2020), y por último Nosotros los vencidos (2023). A los cuentos y novelas hay que agregar sus dos libros de crónicas Con el ejército de Sandino (1984) y Nicaragua: noticias de la guerra (1986), sus dos libros de ensayos Los ensayos del orobon (1997) y Alabanza de los reinos imaginarios (2004), y el reportaje Seregni-Rosencof (2002). Todo ello sin mengua de su labor como guionista de cine y autor teatral.
Montañas de la memoria. Uno de sus menos conocidos trabajos, La vida y los papeles (2016), miscelánea de crónicas, memorias y artículos, es un hermoso, conmovedor libro que tiene la virtud de una poderosa síntesis que como novelista el autor no frecuenta, más ciertas inquisiciones honestas, profundas, humanas, que hablan del mejor Butazzoni. Entre esas crónicas destacan “Prólogo a mí mismo”, extraordinario relato sobre la singularidad y el destino en una noche del invierno de 1972, cuando en la azotea de su casa paterna, el autor, entonces un gurí de 19 años, se enfrenta en la oscuridad revólver en mano, con el soldado que lo descubre apuntándole con un fusil; “Mundo vacío”, una muy disfrutable crónica de un viaje a la Antártida; “La biblioteca inexplicable” sobre el increíble y exótico periplo de la Biblioteca China en Montevideo y de su misterioso y ubícuo promotor el doctor Li Yu Ying, así como de la inestimable investigación de Alfredo Alzugarat; “Soledades”, otro soberbio relato de la época del exilio de Fernando Butazzoni en Malmö, Suecia, donde ejerció el oficio de repartidor de periódicos en la madrugada y en bicicleta, y en el que se describe a una clienta -la señora Nydal- a la cual nunca conoció pese a que lo esperaba día a día tras la puerta de su casa a las cuatro de la mañana, y en el que trata con maestría y sin maniqueísmos temas que por lo general son tratados en base a lo obvio y al lugar común como la soledad, la empatía y la solidaridad; “Universos verticales”, en que las historias de dos viudos relatadas en sus respectivos libros, Julian Barnes en Niveles de vida y Nadal Vallespir en Solo el amor puede encender lo muerto, dan pie a una afilada reflexión sobre el universo vertical del amor lleno de ascensos y caídas; en “A pesar”, una vieja fotografía de 1953 tomada en El Prado, permite al autor un formidable y breve esbozo para revivir toda la belleza y la pertinaz dignidad de su madre Adelaida con sus tres pequeños hijos, pese a la ausencia y al dolor nunca superado por la temprana muerte del hijo mayor. Entre esos textos, “Montañas de la memoria”, verdadera antesala de Nosotros los vencidos, une tres historias cuyo denominador común es la épica de la montaña, la tentativa desesperada de atravesar los Andes a pie huyendo del terror instaurado por la dictadura chilena luego del golpe de estado del 11 de setiembre de 1973. En esta crónica aparecen la propia peripecia de Butazzoni que con sus apenas 19 años se había exiliado en Santiago de Chile y en noviembre de 1972 ante la inminencia del golpe militar hizo la prueba y realizó una caminata de ocho quilómetros junto con otros tres jóvenes partiendo por el Cajón del Maipo al sur de Santiago hacia la cordillera, pasando hambre, frío, llagas en los pies, y pernoctando en una cueva para regresar al día siguiente con la convicción de que la travesía era imposible sin pertrechos y guías adecuados; la de la también fugitiva uruguaya nombrada como Aurora Sánchez en Las cenizas del cóndor, y protagonista de esa novela, que logró atravesar la cordillera y llegar al lado argentino gracias a la ayuda de una guía, Juana Belén, y un jinete, ambos chilenos; y la de seis muchachos uruguayos, igualmente exiliados y fugitivos, que intentaron la huida por el mismo lugar que lo había intentado Butazzoni, el Cajón del Maipo, cuya historia esboza sintéticamente, pero que al autor le quedó en el debe como obsesión para desarrollar después. Justamente la suerte de esos muchachos es lo que cuenta ahora Nosotros los vencidos.
Ficción de la no ficción. Si El tigre y la nieve fue un éxito moderado de ventas en 1986 según lo confesó en un reportaje el propio escritor, Las cenizas del cóndor constituyó un fenómeno editorial en el 2014, con proyección internacional para su autor, recibiendo premios tales como el Premio Nacional de Narrativa del Ministerio de Educación y Cultura y el Premio Casa de las Américas. Enraizada en la mejor tradición de la novela-reportaje cuyo paradigma es A sangre fría (1965) de Truman Capote, en realidad está más ligada a Operación masacre de Rodolfo Walsh (primera edición en 1957, edición definitiva 1972), que responde mejor aún al subgénero novela testimonio y hasta de investigación que se ha dado en llamar de non fiction. La formidable novela de Rodolfo Walsh, una verdadera denuncia pública que sacó a luz un hecho atroz enterrado por la dictadura militar argentina que había derrocado a Perón y por la prensa de la época, el fusilamiento ilegal y clandestino de siete personas en el basural de León Suárez en 1956, fue al mismo tiempo reportaje, testimonio, investigación, sin dejar de lado la ficcionalización de hechos y una trepidante estructura narrativa que atrapa al lector. En la misma línea, más acá en el tiempo Tomás Eloy Martínez logró algo similar con Santa Evita (1995), su novela sobre el extraño destino del cadáver de Eva Perón, y bastante más atrás, imposible no citar Os Sertoes de Euclides da Cunha de 1905 sobre la guerra de Canudos, que sirviera de inspiración a Mario Vargas Llosa para escribir La guerra del fin del mundo, y que amén de su desarrollos geográficos, antropológicos, e históricos, es también un reportaje y una novela.
De todas esas fuentes de tan indudable impronta latinoamericana, es deudora Las cenizas del cóndor, que Butazzoni empieza a escribir a raíz del contacto que hace con él en un programa radial que entonces compartía con el periodista Alfonso Lesa, un joven que manifestaba tener información sobre enterramientos clandestinos en el Batallón 13 y sospechaba ser hijo de desaparecidos, en el invierno del año 2000. Eso desata una investigación por varios países (Argentina, Chile, Uruguay, Venezuela), diez años de escritura (2003-2013), y culmina en una novela que cuenta una historia de aristas increíbles, protagonizada por Aurora Sánchez, la chiquilina uruguaya exiliada que huyó de Chile a través de las montañas para caer presa del otro lado de la frontera por las fuerzas represoras argentinas, un capitán uruguayo miembro de la OCOA que operaba en Buenos Aires, un bebé robado y una espía rusa, Ekaterina Liejman o Liejmánova, Katia. Los detalles de la investigación los da el autor en el transcurso de la novela y en su epílogo “Después de las cenizas”, en 757 páginas macizas de información, sucesos, personajes, hechos históricos, contextos de la guerra fría y el espionaje ruso, los golpes de estado del cono sur, y el plan Cóndor de coordinación y colaboración entre las fuerzas represivas de Uruguay, Argentina y Chile. El esfuerzo de Butazzoni de investigación y de escritura fue extraordinario, realizando la hazaña descomunal no solo de hacer pública una historia que de lo contrario hubiera permanecido desconocida y escondida, sino de desentrañar a la vez los entresijos de la sórdida represión coordinada entre los tres países a través de agentes como los conocidos Gavazzo, Silvera y Cordero, y de otros menos notorios como el capitán de la historia, los oscuros manejos del poder militar ejercido por las juntas militares, Pinochet, Videla, Bordaberry, Gregorio Álvarez, y sus subordinados, cómplices y colaboradores como el chileno y cruel Mamo Contreras, los aterradores Rodolfo Almirón de la Triple A y el comisario Villar en Buenos Aires, o los siniestros Campos Hermida y Víctor Castiglioni en Montevideo, y hasta el terrorista de la CIA, el norteamericano Mike Townley que puso las bombas que mataron al general chileno Carlos Prats en Buenos Aires y al ex canciller chileno Orlando Letelier en Washington. A tal punto el libro amplía y exacerba el contenido de una novela, que por momentos el lector siente que se extravía en el meandro de datos y bifurcaciones, y el meollo, la historia de Aurora, su hijo, el capitán y la espía, pierde fuerza. Pero se trata solo de momentos en ciertos fragmentos del libro, porque los sucesos tienen tal magnitud que la trama renueva su interés una y otra vez, mientras los datos que se van adicionando terminan iluminando aquí y allá zonas ocultas del gran puzzle que se armó sobre estas regiones incidiendo de una forma u otra en los avatares individuales.
Es una enorme novela de la que se sale exhausto, aturdido, por la magnitud de la historia, por la profundidad de su tragedia, los increíbles tópicos que trata, los sobrecogedores tentáculos que se ciernen sobre los protagonistas y de los que pareciera imposible escapar, y por la angustiante sensación de asfixia al sentir en toda su magnitud el ejercicio despótico y totalitario de un poder sin límites desplegado sobre un enorme territorio, el cono sur, que causó tanto dolor y tanto descenso a las peores honduras de la condición humana. Desde el muchacho solitario y desnorteado que inicia la historia en busca de respuestas, a Aurora Sánchez, sus padecimientos y su terrible destino que la hunden en una vida opaca y gris, y al capitán, torturador degradado y sin redención.
Luego de Las cenizas del cóndor Fernando Butazzoni siguió transitando la misma línea novelística en La noche americana que recreó el secuestro y asesinato de Dan Anthony Mitrione por parte del MLN, en Los que nunca olvidarán sobre el asesinato de criminal nazi Cukurs en Shangrilá, y ahora en Nosotros los vencidos, novela que vuelve al Chile de los días del sanguinario alzamiento militar contra el gobierno de Salvador Allende y la feroz represión, a caballo entre la desesperación y la épica.
Quod non est in actis non est in mundo. Uno de los principales instrumentos para desarrollar la historia es el frondoso expediente judicial tramitado ante la justicia chilena. El expediente caratulado “Rol 2182-98. Episodio uruguayos” con la friolera de 2.636 páginas, documenta un larguísimo juicio de diecisiete años. En él se reunieron todas las pruebas posibles, fundamentalmente de carácter documental y testimonial, sufrió todo tipo de dilaciones, desde recusaciones contra el juez de primera instancia hasta los más variados recursos y chicanas procesales planteadas por los militares imputados de los delitos, y se investigó la detención por la Fuerza de Carabineros de cuatro jóvenes uruguayos cuando intentaban cruzar los Andes por el Cajón del Maipo rumbo a Argentina, más otros dos del mismo grupo detenidos posteriormente por el ejército chileno más arriba en la montaña, y la ulterior desaparición de tres de ellos, todo sobre fines de setiembre de 1973, una tres semanas después del golpe de estado del 11 de setiembre. Los jóvenes eran Ariel Arcos de 22 años, Juan Antonio Povaschuk de 24, Enrique Pagardoy de 21, Socorro Crosa de 21, Cristina Rosas (así llamada por el autor en la novela) de 22, y Gonzalo Fernández de 18, y quienes desparecieron fueron los tres primeros.
Casi cuarenta años después de ocurridos los hechos, el 10 de setiembre de 2012 el juez de primera instancia dictó sentencia dando por probada la desaparición forzada de Arcos, Povaschuk y Pagardoy, y condenando a los militares involucrados, sentencia que fue confirmada en segunda instancia por la Sala de la Corte de Apelaciones de Santiago en 2014, y por la Corte Suprema de Chile en 2015. Finalmente seis fueron los militares condenados por secuestro calificado, el principal, el comandante del regimiento Ferrocarrileros de Puente Alto donde ocurrió la desaparición, coronel Mateo Durruty, el general Francisco Martínez Bermúdez, los brigadieres Gabriel Montero y Lander Uriarte, y los coroneles Moisés Retamal y Guillermo Vargas.
Más el expediente no es la única fuente; el autor investiga en otros hechos y medios de información, va y viene, escudriña en cada uno de los protagonistas, ya sean los jóvenes uruguayos o los militares represores, los jueces intervinientes en el proceso, u otros eventuales que van apareciendo, otras víctimas, otros torturados, otros fusilados, otros desaparecidos, con una información que una vez más es exhaustiva, y con el aliado indispensable de la imaginación pues al fin y al cabo Butazzoni es un novelista y por fortuna nunca deja de serlo a lo largo de Nosotros los vencidos.
También desarrolla la historia de otros dos jóvenes tupamaros uruguayos, Fernando Mazzeo, que logra huir peregrinando por las barriadas populares de Santiago, relato que se va alternando con las vicisitudes de su familia en Montevideo, y Fernando Barreiro, que pertenecía al mismo grupo que los seis detenidos, que intentó ubicar a sus compañeros en la casa de El Ingenio que habían habitado, que a duras penas pudo huir del allanamiento de la finca y de las balas de los francortiradores, y que terminó preso en el Estadio Nacional de Santiago. Roberto López Belloso parece identificar a este último con el autor de la novela (“Fernando Butazzoni 70: un perfil”, La Diaria, 24/3/2023).
Uno de los pasajes más logrados de la novela es el del encarcelamiento de los tres jóvenes sobrevivientes, Socorro Crosa, Cristina Rosas y Gonzalo Fernández en el Estadio Nacional de Santiago de Chile, y su milagroso rescate conjuntamente con los otros uruguayos presos –un total de cincuenta y ocho, dentro de los cuales también está finalmente Fernando Barreiro- gracias a la determinación, la valentía y el coraje del embajador sueco Edelstam y su funcionario Bengt Oldenburg, de la diplomática argentina Josefina Prytyka y la uruguaya Belela Herrera (ambas cumpliendo funciones para organismos para refugiados vinculados a la ONU, como ACNUR), y el también preso Julio Baraibar. El hecho es tan asombroso que cuesta creer tal grado de astucia, negociación y fuerza de voluntad de esos civiles desarmados, sin más que su habilidad frente a la horda de asesinos, torturadores y sádicos que se sentían dueños de vidas y personas y que actuaban con total impunidad. La maestría narrativa de Butazzoni hace que se lea con el suspenso de una ficción pese a su angustiante veracidad.
En la línea estructural del relato, la dosificación de las resultancias del expediente que hace Butazzoni es excelente y sus alternativas son apasionantes. Sin embargo es muy claro que la novela no es una mera transcripción del caso judicial. Uno de los tragos más amargos y difíciles de digerir es que si algo queda en claro al final es que la verdad está muy lejos de ser esclarecida. El expediente judicial podrá ser muy exhaustivo, muy extenso, seguramente el esfuerzo habrá sido agotador para quienes trabajaron en él, pero pese a que su objetivo -proclamado por códigos y leyes procesales- fuera el de que el fin del proceso es la averiguación de la verdad, finalmente la verdad no es alcanzada. Y es que el proceso judicial está edificado sobre las lógicas contemporáneas, racionales y necesarias –verdaderas conquistas de la sociedad humana y del Estado de Derecho-, del debido proceso legal en que todos deben tener igual derecho a defenderse, víctimas y victimarios, denunciantes y denunciados, y de los derechos humanos: el respeto por la persona humana impide acceder por medios violentos o no legítimos a información para conocer qué fue lo que realmente pasó. Eso hace posible que los argumentos y pruebas de los implicados en delitos que busquen escamotear la verdad a través de mentiras, tergiversaciones, y ocultamientos deliberados, como en el caso referido, tengan la misma fuerza y el mismo peso jurídico que los argumentos y pruebas de quienes buscan lo opuesto, el conocimiento de la verdad. Finalmente se dicta sentencia y la verdad en el juicio resulta ser no la verdad real, sino la que resulta del expediente. No hay duda alguna que Ariel Arcos, Juan Povaschuk y Enrique Pagardoy fueron muertos, seguramente asesinados en el cuartel de Puente Alto; pero el fallo solo puede condenar a secuestro calificado con penas de seis años: delito menor con pena ínfima ante la gravedad de los hechos. La verdad judicial, no la verdad en sí misma, en su ontología intrínseca, sino una pseudo verdad, tal como reza el antiguo aforismo forense “lo que no está en el expediente no está en el mundo”. Pero por más necesario que ello sea desde el punto de vista del derecho procesal –ya que no hay otra forma de hacer justicia humana que no sea a través de las pruebas en un proceso judicial con las garantías de la defensa y del debido proceso-, deja al desnudo su orfandad desde el punto de vista de la estricta verdad que sí existe en el mundo y que sí es necesario develar y conocer.
¿Ariel Arcos, Juan Povaschuk y Enrique Pagardoy fueron asesinados lisa y llanamente, fueron fusilados o fueron torturados hasta morir? ¿Los enterraron en algún lado, o sus cuerpos fueron arrojados al río Maipo? ¿Quién dio la orden y quién la ejecutó? ¿Dónde están los restos? ¿Por qué fueron ellos los desaparecidos y no lo fueron los otros uruguayos finalmente llevados desde Puente Alto al Estadio Nacional de Santiago? ¿Aparte del sadismo, la crueldad y el deseo animal de matar, hubo otras razones en esas decisiones? Por qué, cómo, dónde, nos preguntaremos siempre.
Saldos finales, cuenta pendiente. Hay otro aspecto que es menester referir en el saldo final de la novela. Nosotros los vencidos es minuciosa en cuanto al periplo dramático vivido por los jóvenes uruguayos, pero es muy exigua en cuanto a sus datos, historia, vivencias, motivaciones y sentimientos individuales y personales. Con la tenacidad y detallismo que ha demostrado el autor en sus novelas para una composición adecuada de los personajes, esto solo puede tener dos explicaciones: o una deliberada estrategia narrativa no bien resuelta o un compromiso ético de recato y no intromisión en aspectos íntimos y personales con los sobrevivientes y con las familias de los desaparecidos. Los tres jóvenes sobrevivientes dicen ya sobre el final que su experiencia fue tan traumática que su memoria está rota, lo que tal vez sea un argumento decisivo para suponer como cierta la última hipótesis. Los seis jóvenes como grupo constituyen un personaje coral plausible en la línea narrativa estructural de la novela, tal como lo demuestran los capítulos iniciales que describen la huida a través del Cajón del Maipo, la caminata por cerros y quebradas, y la posterior captura, así como las vicisitudes del infame cautiverio y las torturas, en todo lo cual prevalece el retrato grupal, pero pierden fuerza como personajes individuales.
Paradójicamente el personaje que termina de cuajar poderosamente es el deleznable coronel Mateo Durruty, que desde su cuartel de Puente Alto ordenó y prohijó fusilamientos sin juicios, homicidios por ametrallamientos de civiles, desapariciones y enterramientos clandestinos, torturas y violaciones de arrestados, asaltos nocturnos y saqueos de viviendas, y que si bien resulta condenado en este juicio, tal vez nunca haya sufrido un día de cárcel alegando su edad y enfermedades luego de la sentencia definitiva por la Corte Suprema de Chile, y muere en libertad en una cama en su domicilio; por más que la novela sugiera que vivió asediado por los fantasmas de sus víctimas, lo cierto es que logró reírse lisa y llanamente de todos: de la justicia, de sus víctimas y de sus familiares. El cinismo con que le contesta a la psicóloga forense en el peritaje sobre su capacidad mental es de una brutalidad prehistórica.
En el final de la novela, campea la amargura por la falta de verdad, por la endeblez de la justicia y por la suerte horrible corrida por los jóvenes uruguayos, tanto los desaparecidos como los que lograron sobrevivir. Eran todos tan solo unos chiquilines de entre dieciocho y veinticuatro años, tupamaros sí pero que en Chile no combatían y ni siquiera estaban armados. Solo eran fugitivos desesperados de escapar del terror atrapados por la geografía feraz del país ajeno, pues la orden dada contra los extranjeros era perseguirlos hasta el exterminio. Su sino trágico es similar al de Aurora Sánchez, la protagonista de Las cenizas del cóndor, quien con solo diecinueve años y embarazada logró cruzar los Andes solo para caer en manos de los represores argentinos y vivir una odisea igualmente abominable.
Cincuenta años después una cuenta pendiente se erige desde las páginas de la novela de Butazzoni. Es una cuenta generacional. En los años sesenta y principios de los setenta algunos miles de jóvenes uruguayos se volcaron a la causa revolucionaria y se arrojaron en un caldero hirviente de horror y tragedia en el que ellos mismos iban a ser víctimas de sufrimientos y torturas que jamás hubieran imaginado, de asesinatos, muertes, desapariciones forzadas, o encarcelamiento inhumano. La historia de los jóvenes protagonistas de Nosotros los vencidos no intenta saldar esa cuenta. Sí es una aterradora alegoría de esa generación de jóvenes derrotados.