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Sonoridad, forma, Darío; la verdad en el poeta de la patria

Sonoridad, forma, Darío; la verdad en el poeta de la patria

Luis A. Fleitas Coya

           El hecho estético poesía es una construcción formulada con palabras:  simultáneamente el poema implica una determinada elección de ellas por parte del autor, y  una determinada forma de combinarlas. Por supuesto, eso ya lo hacen los niños porque aprender a escribir es aprender a combinar las palabras, sustantivos con adjetivos y con verbos, sujetos con predicados, y así hasta la automatización.  Pero la poesía es otra cosa que la automatización escritural que incorporamos a nuestro intelecto;  supone un altísimo grado de complejidad combinatoria en la que el mensaje o sea lo que sea que se quiera decir, se exprese de manera tal que provoque una conmoción en el lector.

            Para ello puede seguirse el cánon que otras generaciones anteriores han trazado, o crear nuevos patrones. No importa. Así como no importa el modelo que sigamos desde la forma poética que nos viene de la más remota antigüedad conocida de poesía escrita, aquella en la que se versificaba siguiendo combinaciones de sílabas largas con sílabas cortas como en la poesía homérica, repitiendo letras en las palabras sucesivas como en las aliteraciones de la poesía anglosajona,  o unciéndose el yugo de las férreas cadenas del número de sílabas y las terminaciones consonantes o asonantes de los versos de la lengua castellana, o incluso la forma más moderna de la libertad poética, el verso libre. Desde el apego exclusivo a la sonoridad de las bellas formas, hasta el contenido más profundo en desmedro de las cuestiones estructurales,  nunca ha estado tan bien representada la eterna disyuntiva entre forma y sustancia como en la poética. Pensemos en el maravilloso modernismo rubendariano con su trino rítmico inigualable,  versos alejandrinos o reales -de catorce sílabas- como  repiqueteos de palabras,  perfectos en su metro, en su ritmo y en su rima, pero de un contenido exótico y naif que  fuera de su sonoridad casi nada nos dicen, de Sonatina:

¡Pobrecita princesa de los ojos azules!

Está presa en sus oros, está presa en sus tules,

en la jaula de mármol del palacio real,

el palacio soberbio que vigilan los  guardas

que controlan cien negros con sus cien alabardas,

un lebrel que no duerme y un dragón colosal.

¡Oh quien fuera hipsipila que dejó la crisálida!

(La princesa está triste. La princesa está pálida)

¡Oh visión adorada de oro, rosa y marfil!

¡Quién volara a la tierra donde un príncipe existe

(La princesa está pálida. La princesa está triste)

más brillante que el alba, más hermoso que abril!

           O los de Era un aire suave:

Era un aire suave, de pausados giros;
el hada Harmonía ritmaba sus vuelos;
e iban frases vagas y tenues suspiros
entre los sollozos de los violoncelos.

Sobre la terraza, junto a los ramajes,
diríase un trémolo de liras eolias
cuando acariciaban los sedosos trajes
sobre el tallo erguidas las blancas magnolias.

La marquesa Eulalia risas y desvíos
daba a un tiempo mismo para dos rivales,
el vizconde rubio de los desafíos
y el abate joven de los madrigales.

              Y aún la invocatoria en Salutación del optimista:

Ínclitas razas  ubérrimas, sangre de Hispania fecunda

               Sonoridad etérea,  belleza de la forma, liviandad. Aunque Rubén Darío también fuera poeta de inquietudes como su famoso poema A Roosevelt en que cuestiona al gigante del norte (Es con voz de la Biblia o verso de Walt Whitman/ Que habría de llegar hasta ti, Cazador!/ Primitivo y moderno, sencillo y complicado/ Con un algo de Washington y cuatro de Nemrod!/ Eres los Estados Unidos/ Eres el futuro invasor/ De la América ingenua que tiene sangre indígena,/ Que aún reza a Jesucristo y aún habla en español),  persisten para la literatura y para los lectores sus armoniosos versos cuya forma y sonoridad nos atrapa por más que sea olvidable, casi una cacofonía,  lo que expresan.

***

             Juan Zorrilla de San Martín,  llamado en su tiempo “poeta de la patria”, escribió que el poeta no puede mentir sino que su función es decir la verdad. En Tabaré -su conocido poema narrativo o novela en verso-, afirma,  esa verdad es que la raza española derrotó y exterminó a la nación charrúa, pero hizo triunfar sobre estas tierras su voz, es decir su lengua y su cultura, y la fe cristiana. Todo eso lo confiesa a texto expreso el 19 de agosto de 1886, en la dedicatoria del poema a su esposa Elvira Blanco de Zorrilla, en realidad un verdadero preámbulo o presentación de la obra.

            Le dice con orgullo:  “las últimas notas que escucharás en mi poema son (…) la voz de nuestra raza y el acento de nuestra fe”. Por las dudas cabe aclarar que se está refiriendo a la raza española y a la fe cristiana, con las que por supuesto se consustancia plenamente. La raza está representada por los lamentos de Blanca, la española (“la caridad cristiana” dice Zorrilla), y la fe por la oración del monje, el padre Esteban, que acompañaba la turba que perseguía y da muerte a Tabaré (“la misericordia eterna”).  

            Zorrilla es explícito:  “Blanca (tu raza, nuestra raza), ha quedado viva sobre el cadáver del charrúa”, afirma de manera brutal.  He aquí la verdad que el poeta le atribuye a su composición: revelar la imposición violenta de la raza (la suya) mediante  el exterminio pero alumbrada por la llama de la  caridad cristiana y la  misericordia eterna. O sea, la violencia, pero santiguada.

            La luz que este proemio echa  sobre la obra hace que leamos los siguientes versos con los que termina Tabaré, con verdadera repulsión:

Brotan del bosque, en que el callado grupo

Está en la densa obscuridad envuelto,

Ya un metálico golpe en la armadura

Del capitán o de un arcabucero;                                      

Ya un sollozo de Blanca, aún abrazada

De Tabaré con el inmóvil cuerpo,

O una palabra, trémula y solemne,

De la oración del monje por los muertos.

            Pero eso no es todo, por si fuera poco,  en la misma dedicatoria el poeta dice que el arte –la poesía- contribuye a la felicidad y al mejoramiento social (sic)  porque por medio de él, el común de la gente participa de la visión de los hombres excepcionales, de los genios.  Como no se excluye ni hace la debida salvaguardia, debemos entender que en el preámbulo a su propio poema se está incluyendo en el elenco a sí mismo.  Baja era la estatura física de Zorrilla de San Martín, inmenso su ego.  

             La épica fundacional de Juan Zorrilla de San Martín en versos endecasílabos y heptasílabos de inspiración becqueriana y raíz cristiana, de lectura escolar obligatoria y recitados en los actos escolares, hoy está relegada a la categoría de antigualla de museo, apolillada, dura, acartonada y encorsetada, pues fuera de los conocidos

¡Cayó la flor al río!

Los temblorosos círculos concéntricos

Balancearon los verdes camalotes,

Y entre los brazos del juncal murieron.

Las grietas del sepulcro

Engendraron un sepulcro amarillento.

Tuvo el perfume  de la  flor caída,

Su misma extrema palidez…¡Han muerto!

Así el himno cantaban

Los desmayados ecos;

Así lloraba el urutí en las ceibas,

Y se quejaba en el sauzal el viento

nadie cita  ni se reconoce en sus versos. Los versos culminantes de la epopeya previos al final, los de la muerte de Tabaré, dicen:

El indio oyó su nombre,

Al derrumbarse en el instante eterno.

Blanca desde la tierra lo llamaba

Lo llamaba por fin, pero de lejos…

Ya Tabaré a los hombres.

Ese postrer ensueño,

No cantará jamás… está callado,

Callado para siempre, como el tiempo.

Como su raza,

Como el desierto,

Como tumba que el muerto ha abandonado:

¡Boca sin lengua, eternidad sin cielo!

           Son versos que no conmueven, no muestran hallazgos ni profundidad, solo lugares comunes narrativos y de un patetismo final desolador. Lo de la tumba sin muerto, la boca sin lengua y la eternidad sin cielo, perífrasis todas olvidables que en lugar de provocar congoja dan ganas de cerrar el libro. 

            Hoy, más allá de los soporíferos afanes narrativos en verso de Zorrilla de San Martín y de sus prejuiciosos enfoques del tema indígena (Tabaré, indio de ojos azules con un amor imposible por una española), su poesía épica lejos de revelarnos la verdad auténtica (el cruel exterminio sin remordimiento y sin expiación de la nación charrúa con la aquiescencia  de la iglesia católica),  de traernos la felicidad o el mejoramiento social, o de hacernos  sentir la égida de un genio excepcional, solo despierta curiosidad por la laboriosidad versificadora de un correcto artesano del lenguaje con algún hallazgo ocasional, y por el protagonismo que tienen la fauna y flora nativas en el poema como lo señala Alicia Torres («Qué aporta Tabaré hoy. Reflexiones de la crítica literaria Alicia Torres, columnista de BRECHA”, https://www.youtube.com/@defogonenfogon7732). Los versos culminantes de Tabaré así lo demuestran pese a la inmodesta vanidad del poeta de la patria.

           Y que no se diga que debe leerse la poesía de Zorrilla de San Martín como fruto de su tiempo; más de treinta años antes de la publicación de Tabaré en una edición de lujo impresa en París por Barreiro y Ramos en 1888, en 1855 en Nueva York, en una edición barata pagada por él mismo, Walt Whitman había publicado Hojas de hierba

           Sí, más de treinta años antes.

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