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El hombre y sus ajadas ilusiones. Plan de invasión de Hugo Burel.

El hombre y sus ajadas ilusiones

Plan de invasión de Hugo Burel

Ed. Alfaguara, 2022, 351 págs.

Por Luis A. Fleitas Coya

La Chacrita, 20/1/2023

Se termina la lectura con placer. Una novela muy ágil, llena de acción y diálogos, que maneja  los ingredientes de los géneros policial,  de espionaje y de aventuras, y adiciona la nota de novela histórica sobre un período muy especial de la historia mundial y sus secuelas en nuestra comarca y en nuestra política local.  Situada en 1942, en plena segunda guerra mundial, en un mundo en llamas, Guido Santini, personaje que ya había sido protagonista de las anteriores novelas de Burel El caso Bonapelch y La misión Rockefeller, aterriza en Montevideo siguiendo las pistas de un plan orquestado por huestes nazis existentes y reales, creáse o no, entonces y en Uruguay, acaudilladas por el alemán Arnulf Fuhrmann radicado en Salto.  La trama parte de un suceso verídico, que implicó la actuación de la policía y la justicia uruguaya de la época, con procesamientos, juicio y castigo incluidos, y que la novela explora de manera sumamente incisiva en una trama que involucra a los principales servicios de inteligencia de la época.

El constante cambio de escenario le confiere un dinamismo excepcional, siguiendo el periplo de Guido Santini por Nueva York, Chicago, Nueva York, Montevideo, Buenos Aires, Adrogué, y de regreso nuevamente Buenos Aires, Montevideo y Nueva York. Se adivina el esfuerzo narrativo que debió demandar al autor tamaña odisea pero al mismo tiempo también la habilidad y el placer hedonista de elaborarla y plasmarla. Y es que, en cuanto a trama, acción, desarrollo de escenas y diálogos, Hugo Burel no tiene parangón en el panorama actual de las letras uruguayas.

Los hechos son vertiginosos y el desfile de personajes también, algunos de ellos muy acertadamente construidos aún en pocos y certeros pincelazos como el escritor protonazi Alfonso Irala, el periodista Iriarte, el espía inglés Durban, o el abogado Reyles,  conjuntamente con personas reales como el entonces diputado socialista doctor José Pedro Cardoso o el juez Julio De Gregorio.

Pero lo notable es cómo, todos los personajes, imaginarios o reales, juegan sus avatares insertos en una reconstrucción histórica impecable en la que nada ha sido descuidado. Como lo confesara Hugo Burel en la presentación de la novela el pasado 7 de noviembre de 2022 en el salón Rojo de la Intendencia Municipal en el marco de la 44ª Feria del Libro, su trabajo de investigación y documentación fue exhaustivo. Escritor consumado, Burel ha transitado todos los géneros y subgéneros de la novela, así como el cuento y  la dramaturgia, incursionando en los últimos tiempos en la novela negra y en la novela detectivesca. Llevado por su pasión de narrador escribe ahora esta novela, pero lo hace sin permitir que ni los datos históricos ni la información la deformen en su propósito que es relatar una ficción, una fábula. Y lo hace además con suma maestría, utilizando la técnica del capítulo breve –en total 101 capítulos más un epílogo- y cumpliendo a cabalidad con los mecanismos de la dilación narrativa. El largo viaje a Chicago para visitar a su pequeño hijo minuciosamente descripto al inicio, y que nos habla sobre todo del desamparo afectivo del personaje; los encuentros con Jessica Lander, con sus dosis de información y seducción, como la cena en El Águila y el encuentro en el hotel; las detalladas escenas en el Tupí Nambá y otros bares de Montevideo, con apuntes sobre menús y bebida del whisky Dun Spey preferido por Santini incluidas;

Tupí Nambá

 la del Palacio Salvo con Irala; o la del  cine Metro y la exhibición de la película Rosa de abolengo de William Wyler en el abordaje del agente Durban, en la primera parte, así como la estancia en el Hotel Plaza de Buenos Aires y el Hotel La Delicia de Adrogué en la tercera, si bien todas al servicio de la investigación y de la estructura de la acción, la van dilatando en cuanto al desenlace,  con sucesivos enlentecimientos en circunstancias secundarias o accesorias, propias de la  “delectatio morosa” de la función erótica que prepara al lector para lo principal y el desenlace final. Tal como ocurre desde las novelas de James Bond de Ian Fleming, el El Conde de Montecristo de Alejandro Dumas o en la mismísima Divina Comedia de Dante, como lo señala Umberto Eco (Detenerse en el bosque, en Seis paseos por los bosques narrativos).

Una mención especial merece  Adrogué, el Hotel La Delicia, y las referencias al olor a eucaliptos y al laberinto, que los lectores de Borges apreciamos y agradecemos, pero que al mismo tiempo resultan admirables por el desdoblamiento y distanciamiento narrativo de que hace gala el autor. «Nadie puede ser feliz en Adrogué y menos en invierno», dice Santini, un mensaje inequívoco para que los perspicaces lectores no se confundan: las reminiscencias borgeanas son solo eso, la historia narrada va por otros andariveles,  solo pasa por Adrogué sin tratarse de la restauración de las nostalgias del escritor argentino ni de la felicidad que siempre dijo haber sentido en ese lugar.

Borges en Adrogué frente a la estatua del Hotel La Delicia

Hay un aspecto que tal vez conspira contra la coherencia subjetiva de la novela. La motivación expresa de Santini de prácticamente dejarse extorsionar y emprender su portentosa travesía sufriendo todo tipo de avatares, con la ilusión y el fin de volver a encontrar a Miranda White, choca frontalmente con la frialdad, el laconismo y la brevedad del finalmente concretado reencuentro.  Incluso el acelerado fin pocas páginas después, no produce en el protagonista el terremoto emocional que podría esperarse. Es cierto que luego en el capítulo 94, Santini rememora el episodio en que le había entregado el violín a Miranda en la travesía en el buque Valdivia (episodio de El caso Bonapelch) en una suerte de revival y homenaje al recuerdo de su música y su belleza, desnuda y con el Guadagnini. 

Resulta difícil no sentir empatía con Santini, ese personaje que abreva de diversos tipos singulares y paradigmáticos de detectives, agentes y espías, pero que afortunadamente conserva cierto grado de  especificidad más propia de un aventurero sin excesiva carga de heroísmo ni de cinismo. En la presentación del libro Burel señaló su deuda con John Le Carré, pero su protagonista deambulando entre espías ingleses, norteamericanos y alemanes en una Montevideo sombría y ambigua que se parece a la real pero que es al mismo tiempo distinta, tiene una incomparable pátina de personajes de Graham Greene deambulando por la Viena de postguerra en El tercer hombre.

Afiche del film El tercer hombre

 Los razonamientos de Santini nunca lo conducen de muy buena forma, y el azar y la fortuna tienen más incidencia en los sucesos y desenlaces. Al final parece que se tratara sobre todo de un buen tipo que guiado por su impulso de justicia, termina retorciéndole las partes viriles al manipulador de Bendix, el agente del FBI que lo contratara.  Nada heroico ni nada sutil. Sí pervive un cierto aire de romanticismo a lo Sam Spade, y parecería que las treinta páginas perdidas de Furhmann se terminan asemejando al falso pajarraco de plomo pintado en que culminó el legendario y codiciado halcón maltés de oro y piedras preciosas de la novela de Hammett.  Lástima que Miranda White no haya terminado teniendo la misma estatura de material con que están hechos los sueños que tenía la pérfida, inolvidable, Brigid O’Shaughnessy.

Escena del film El halcón maltés, Humphrey Bogart (Sam Spade), Peter Lorre (Joel Cairo), Mary Astor (Brigid O’Shaughnessy), Sidney Greenstreet (Kasper Gutman)

Finalmente de vuelta en Nueva York, Guido Santini, almorzando en un diner siente que ha regresado a casa, que vuelve a la realidad, en un final seco,  lacónico, descarnado, sencillamente de primera, dejando en el lector el retrogusto de amargura del magistral epígrafe de Madame de Staël colocado al inicio de la novela, aquello tan viejo como el hombre y sus ajadas ilusiones: “El desengaño camina sonriendo detrás del entusiasmo”.

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