Adiós a Valodia
“Roslik. El pueblo de las caras sospechosamente rusas”. Uruguay, 87 minutos. Dirección: Julián Goyoaga. Paricipan: María Cristina Zavalkin, Valery Roslik, María Elena Roslik, Roberto Roslik, Juan Miguel Petit, Manuel Flores Silva, Alejandro Bluth, Roy Berocay, Roger Rodríguez, Glinca Belbey, Román Klivzov, Sara Kijtenko, Aníbal Lapunov, Victor Macarov, entre otros. Producción: Raindogs Cine, en coproducción con El Camino Cine y 16M Films (Arg).
Por Luis A. Fleitas Coya (publicado en Granizo.uy)
El hecho ocurrió ya hace treinta y tres años, pero para quienes vivimos esos años y asistimos a la barbarie, parece que fue ayer. En 1984, cuando ya la dictadura se iba desplomando y se estaba en los prolegómenos de la apertura democrática, de pronto una noticia comenzó a aparecer al principio tímidamente pero luego con cada vez mayor fuerza principalmente en aquellos programas de radio y semanarios independientes que se arriesgaban: un médico de la colonia rusa de San Javier había muerto en el cuartel de Fray Bentos, oficialmente por un paro cardíaco, pero se sospechaba que la causa habían sido la brutal paliza y los golpes recibidos. En otras palabras, la tortura. Le habían entregado el cuerpo a la viuda, pero ésta lejos de aceptar la versión militar removió cielo y tierra, y logró trasladar el cadáver a Paysandú para que le hicieran una autopsia médicos avezados e independientes del Hospital de Paysandú. Recuerdo con exactitud la campaña periodística que llevó adelante el Semanario Jaque con el ya veterano Maneco Flores Mora a la cabeza, la determinación y convicción de la viuda, los resultados de la segunda autopsia, las pruebas innegables de la tortura: rotura de bazo y de hígado, múltiples hematomas, hemorragia interna, síntomas de asfixia (producida por la práctica del submarino) y un abominable etcétera, que dieron por tierra la mentira oficial de que al Dr. Vladimir Roslik, médico de San Javier, le había fallado el corazón.
El enorme mérito del documental “Roslik. El pueblo de las caras sospechosamente rusas”[1] es por un lado rememorar como se merece ese trágico episodio de la vida nacional, pero por otro lado hacerlo no desde un punto de vista épico, sino desde la cotidianeidad actual de las historias individuales de la viuda Mary Zabalkin y de su hijo, Válery Roslik, que solo contaba cuatro meses de edad cuando su padre fue detenido y encapuchado en la madrugada de aquella noche de abril de 1984, y alcanzó a proferir sus proféticas palabras, casi un lamento: “No, por favor, otra vez no”, como lo recuerdan Miguel Petit y los periodistas de Jaque, Alejandro Bluth y Manuel Flores Silva.
Es cierto que el Dr. Vladimir Roslik fue un mártir, una víctima completamente inocente de despreciables sujetos que de manera despiadada y descabellada inventaron un inexistente operativo comunista en San Javier, con aviones, submarinos y arsenal incluidos, más propio de un delirio perverso que de seres humanos normales. Increíble o no, lo cierto es que esos oficiales del cuartel de Fray Bentos planearon, llevaron a cabo la mentira de una conjura y un espionaje falsos, y con ese pretexto detuvieron, o mejor dicho, secuestraron, al Dr. Roslik, al director del liceo, y a otros muchachos de San Javier. Los torturaron salvajemente. El director del liceo cuenta en el documental, que él, a poco de comenzar la tortura, y viendo lo inexorable de la situación, acorralado y en el más completo desamparo, indefenso en manos de sus torturadores, optó por firmarles lo que éstos querían, una confesión que ni siquiera leyó. “No supe ni sé lo que decía esa confesión. Firmé y punto. Para qué resistirme si al final iba a sufrir y a terminar firmando igual”, dice, palabras más o menos. Sabia decisión que le permitió salvar su vida y hoy, ya veterano, contar el cuento con lágrimas en los ojos. Pero el Dr. Roslik no tuvo la misma suerte o tal vez enfrentó los hechos de manera distinta, nunca lo sabremos con certeza. Lo más probable es que haya aguantado con dignidad y con entereza, negándose a firmar la autoría de crímenes inexistentes, y que eso haya incrementado la crueldad y la saña de los sádicos oficiales que seguramente se encarnizaron más y más. Ya lo sabemos. En la infame historia de las vejaciones, suele suceder que quien traspasa los límites de lo humano y se hunde en las miasmas del salvajismo, no solo no se conmueve frente a la dignidad y a la valentía, sino que éstas le sirven de estímulo y acicate para descender aún más peldaños en la escalera de la vesanía. Ese descenso culminó en la muerte de Roslik.
Sus únicos pecados habían sido ser descendiente de inmigrantes rusos, pobres campesinos, mujiks, que habían huido de la pobreza de la Rusia zarista, y en 1913 habían creado una colonia, San Javier, a orillas del Río Negro a noventa kilómetros de Fray Bentos, y estudiar y recibirse de médico en la Universidad Patrice Lumumba de Moscú, aprovechando una beca, pues sus padres aún aquí seguían siendo campesinos y pobres. Ahora resulta un poco extraño, pero en aquellas épocas –créanme- venirse a estudiar a Montevideo no estaba al alcance de cualquiera, sino de unos pocos estudiantes del interior, que contados con los dedos de una mano en cada generación podíamos abandonar nuestros pueblos y venirnos a la capital a estudiar largos años carreras que entonces nos resultaban inmensas.
Resulta patético en la película escuchar a la pobre Mary queriendo explicar lo que –dice-, le han preguntado tantas veces: si Roslik era o no comunista. Ella dice que sinceramente no lo sabe, pues ellos dos no hablaban de eso, eran una pareja joven y de lo que hablaban era de su vida, de su casamiento y de su amor. Y más en épocas, puede agregarse, de miedo, censura y autocensura, en que el solo hecho de hablar podía llevar a una detención, a la tortura, a la cárcel o incluso a la muerte. O Roslik no tenía ideas marxistas, o si las tenía se las guardaba. El patetismo consiste en que su viuda tenga que andar explicando aún hoy las ideas políticas que pudiera haber tenido Roslik, como si ello justificara o no su asesinato, cuando lo que cuenta es quién era y lo que hicieron con él. Vladimir Roslik un muy pacífico, joven y querido médico de San Javier, en donde ejercía su profesión con gran dedicación y humildad, al punto que iba a ver sus pacientes en bicicleta y para los vecinos ni siquiera era el Doctor sino simplemente “Valodia” Roslik. Eso lo cuentan todos los vecinos entrevistados, y los testimonios son unánimes.
Su primo, actualmente en Buenos Aires y entrevistado telefónicamente, llora consternado aún hoy al recordarlo; el director del liceo dice que sigue sintiendo el dolor y la culpa de haberse salvado él y no haber muerto en lugar de Roslik, una persona tan buena; una vecina que se confiesa blanca le dice a Mary que lo que le hicieron al marido fue horrible; su hermana llora al mostrarle a Válery las fotos de Vladimir que guarda religiosamente junto con las de su familia en una bolsa de plástico, etcétera, etcétera.
Vemos el documental con un nudo en la garganta y el corazón oprimido, pero la película no tiene ni atisbos de golpes bajos ni de sensiblería, que bien podría tenerlas, por otra parte, pues el tema más que lo hubiera justificado. Pero nada de eso. Con enorme justeza, parquedad y ritmo narrativo, el film va contando la historia en base a testimonios, y para narrar los hechos cruciales de las detenciones, de la prepotencia y de la arbitrariedad, se vale de dos secuencias de animación (un aplauso para sus autores, Alfredo Soderguit y Alejo Schettini) verdaderamente notables, muy bien hechas, y que contribuyen a ese tono justo narrativo que hace que la historia emocione y duela por sí misma, sin caer en el exceso, en el melodrama y mucho menos en el panfleto. Ni siquiera en el maniqueismo. Salvo algunas escenas como las de 1984 del entierro de Roslik en el cementerio de San Javier, y de la inauguración de la plazoleta con su nombre al año de su muerte, y escenas de archivo para recrear el origen de San Javier, la vida de los campesinos rusos de principios del siglo XX, y la dictadura militar, casi toda la película está rodada en el hoy y desde el hoy.
Los encuadres son excelentes, con cámaras que siguen la acción y los desplazamientos desde dentro de los vehículos, y a al paso de los transeúntes por las calles humildes y de tierra y pasto de San Javier, contando en imágenes la vida del pueblo y la de sus habitantes.
Mary Zabalkin, la viuda, narra su dedicación a la causa de la memoria de su esposo mediante su trabajo inclaudicable en la Fundación Dr. Vladimir Roslik, y la creación de una policlínica, un hogar de ancianos y un centro Caif para la atención y el cuidado de la infancia, e incluso la plaza con una placa de bronce que lleva su nombre. Sin embargo, la película, sin concesiones de clase alguna, sigue así mismo sus avatares en las elecciones para las alcaldías, cuando Mary se lanza como candidata de alcaldesa de San Javier por el Frente Amplio, y muestra cómo entra a la política llena de ilusiones y termina saliendo repleta de desilusiones, pues el electorado de San Javier le reprocha que se haya ido a vivir a Paysandú, y finalmente no resulta electa. Pero eso en nada la desmerece, pues así como hemos definido al Dr. Roslik como un mártir, podemos definir a Mary Zabalkin como una heroína, con su valiente y decidida lucha por que se supiera la verdad y su incesante labor por mantener vivos el recuerdo y el ejemplo de la vida de su esposo. Su carácter, su decisión y su indignación sigue siendo tal, que se niega a ir a Fray Bentos a la colocación de una placa de bronce en las paredes externas del cuartel donde asesinaron a su esposo, pues hasta el día de hoy -dice- nunca se ha conocido la verdad de lo que pasó.
Su hijo Válery, es tal vez la peor víctima de toda la tragedia. La película, sobriamente, lo muestra tal cual es en la actualidad. Guitarrista de una banda de rock pesado, tranquilo y pausado, a sus treinta y dos años se muestra aparente e intencionalmente alejado y distanciado del drama. Nos cuenta que para él su padre, a quien no recuerda ni tuvo oportunidad de tratar, le resultó durante mucho tiempo algo así como molesto o incómodo. Recién en los últimos tiempos ha ido pudiendo reconstruir para sí y asimilar los hechos del pasado. Se confiesa lento para todo ese proceso y dice que necesita tiempo para procesar las cosas. En su distanciamiento, claramente aparece llevando dentro de sí una pesadísima carga que intenta por todos los medios que no lo supere ni lo abrume. Ha sido su modo de defenderse, de encauzar el dolor y la grieta que existe en su pasado, la ausencia y la falta de su padre, y no podemos culparlo ni reprocharle nada. Hay una imagen riquísima filmada en Paysandú y concebida y plasmada casi con la técnica del claroscuro, como un cuadro de Rembrandt: desde la calle a oscuras la cámara muestra la puerta de una habitación en la cual se ve a Válery Roslik tocando la guitarra eléctrica con su banda de rock metálico. La habitación aparece apenas iluminada con una luz tenue y amarillenta casi como por una vela y contrasta con las sombras que rodean la puerta. Válery está concentrado tocando, completamente en lo suyo, tal vez feliz en ese momento. Pero la imagen es sobrecogedora y sin que sepamos bien por qué. Gran mérito del director, Julián Goyaga, que elige mostrar y no explicar, y no menor de quienes ejecutaron ese enfoque, los directores de fotografía Andrés Boero Madrid y Germán Tejeira.
Ya sobre el final Mary se confiesa cansada. Mujer ejemplar, es una persona activa, inquieta, optimista, pero tiene cerca de sesenta años, se ha jubilado, y expresa haberle dedicado toda su vida a su esposo y a su causa, y que ahora siente que siempre ha sido la esposa y la viuda del Dr. Roslik, y nunca ella misma. Le dice a su hijo Válery, que él deberá tomar las riendas y continuar con lo que ha sido su lucha. ¿Y quién podría tampoco reprocharle nada? Ha sido y es una heroína, y bien puede a esta altura pensar en sí misma. Tal vez, al fin y luego de tantos años y tanta lucha y sufrimiento, lo que está queriendo decir es su personal adiós a Valodia, lo que no significa olvidarlo.
El film se cierra sin mensajes y sin metáforas. El drama ha sido tal que se proyecta devastador hasta el día de hoy en las vidas de la familia, los vecinos y los amigos de Valodia Roslik. Tampoco es necesario decir que sus efectos seguirán estando presentes por siempre.
Estamos ante un documental muy bien realizado y compaginado, con documentos, imágenes de archivo, entrevistas muy bien seleccionadas y dosificadas en la tarea de edición (sin duda una de las más arduas y difíciles tareas de todo documental), con un gran ritmo narrativo y un interés que nunca decae, sin truculencias ni golpes bajos, pero con una gran emoción implícita, nunca expresa, y que nos deja sumergidos en la reflexión y en la introspección. En suma, lo que hace a los grandes documentales y a todo buen cine.
La historia de Valodia, Mary y Válery se lo merecía.