Escribe Luis A. Fleitas Coya
Un disparador. No debería ser posible, pero lo fue. Un cancelación de función teatral por enfermedad del protagonista, tuvo como improvisada consecuencia terminar yendo a ver lo único que comenzaba a esa hora del sábado de noche en la sala más próxima, la película argentina Las Rojas (producción Argentina-Uruguay, 2021, dirigida por Matías Lucchesi, con Mercedes Morán y Natalia Oreiro). El resultado, un film de trama estereotipada llena de arquetipos de buenos contra malos, diálogos horrorosos que todo lo explican, y una previsibilidad rayana en la zoncera, más allá del final que pretende ser desconcertante pero que solo es un extravagante recurso, falso y artificial por donde se lo mire. Hasta la música resulta empalagosa, recurrente, repetitiva, una suerte de instrumental country amilongado, que durante toda la cinta insiste machaconamente en ambientar anticipos de clímax. Para colmo, pese a su estatura actoral Mercedes Morán debe encarnar a una paleontóloga mezcla de sabelotodo, mujer segurola y cowboy femenina, verdaderamente insufrible. El peronaje, no la actriz.
Lo que sobrepasa el cúmulo de desaciertos son las locaciones, un paisaje mendocino precordillerano hermosísimo, y la formidable fotografía que lo retrata. Al punto que la pregunta inevitable de cómo se puede hacer una película tan mala con un paisaje y una fotografía tan bellos, desemboca en una también inevitable comparación.
Una obra de arte cinematográfica. A muchos cuerpos de distancia –para utilizar una terminología hípica muy afín a la película-, El empleado y el patrón (coproducción Uruguay, Agentina, Brasil, Francia, 2021, dirección de Manuel Nieto Zas), también en cartel, demuestra que un paisaje y su fotografía pueden, por el contrario, ser utilizados con rigor e inteligencia al servicio de una historia y sus significados.
Por supuesto que todo cine es entretenimiento, ya en su sentido puramente lúdico como en su sentido más profundo de educar, divulgar o hacer pensar, pero mientras que películas como Las Rojas son mero entretenimiento, comercial y del peor, películas como El empleado y el patrón, por su compleja elaboración, su concepción y su propósito, son arte.
Manolo Nieto elige contar su historia ubicándola en un contexto muy preciso: la zona rural del norte del país, campos entre sierras y caminitos de tierra colorada, cerros con cúspide chata, arroyitos, montes achaparrados, un hospital y un quilombo típicos del interior, la casona de la estancia, el rancherío donde vive el peón, y para culminar una tradicional y típica carrera de caballos: el raíd por ruta. Todo ello retratado por la exquisita fotografía de Arauco Hernández Holz. Y es en ese marco preciso donde el director ubica los sucesos con maestría, de manera que el paisaje forma parte de la narración dotándola de sensaciones y significados que se trasmiten al espectador. Así la cámara trasmite una sensación de vaga ominosidad y de destino que se cierne entre mundos inconexos mientras muestra al joven patrón Rodrigo en su trayecto al encuentro del ex capataz Lacuesta y de su hijo Carlos, el futuro joven empleado, en una larga secuencia, primero en su poderosa camioneta Mitsubishi doble cabina, y luego a pie adentrándose en el silencio de ranchos desolados y más allá por el campo solitario que reverbera bajo el sol norteño, hasta arribar al campamento en el monte. Otro tanto ocurre cuando el joven empleado recién enrolado a trabajar como conductor de maquinaria agrícola (cosechadora o moderno tractor con tolva), va hasta los lindes del campo del patrón en el atardecer. Allí a contraluz y contra el horizonte, tras el alambrado, ve las figuras oscuras e inmóviles a caballo que lo contemplan mientras se acerca, escena que recuerda la estética de los westerns; en realidad se trata de la familia del protagonista que lo ha ido a saludar, pero la singular escena que antecede al saludo, con su contraste sombrío y silencioso, es la antesala no explícita pero insinuante de la tragedia que va a constituir el desencadenante de la historia. Sencillamente magistral.
En ese marco rural, la historia que cuenta la película sin embargo está lejos del pintoresquismo o del regodeo costumbrista. Es absolutamente actual, y sus protagonistas son jóvenes de hoy con sus vivencias del mundo contemporáneo como el consumo de drogas, el desplazamiento de la primacía masculina en la pareja, los temores de la paternidad, o los problemas de la producción y el embarque de soja. Al mismo tiempo trasciende la anécdota y trata de una manera sutil y compleja una cuestión tan vieja como las relaciones de trabajo entre los seres humanos. Pero, y este es otro de sus mayores hallazgos, lejos de contar un conflicto lineal, el film construye un elaborado contrapunto de paralelismos y sugestiones.
Paralelismos. Uno de los métodos narrativos más aplaudidos de la ya no tan nueva generación de cineastas uruguayos, desde Juan Pablo Stoll y Pablo Rebella (en Whisky), Álvaro Brechner (en Mal día para pescar, o Kaplan), Aldo Garay (en La espera), al propio Manolo Nieto (no en vano fue asistente de dirección de los dos primeros en Whisky y en 25 Watts), es el elegir mostrar, contar mediante imágenes. De esa forma los perfiles contrapuestos entre el patrón, Rodrigo, y el empleado, Carlos, no se explicitan sino que nos son relatados a través de lo que vemos. Es la cámara la que nos muestra sus respectivas viviendas, sus vestimentas, sus parejas, sus hijos, aspectos, y en definitiva sus formas de vida, sus mundos contrapuestos. Y simultánea e independientemente de esas diferencias, se nos exhibe lo que tienen en común como su extrema juventud, y ser hijos respectivamente del patrón originario y del antiguo capataz a su servicio; ambos también son colocados como nuevo patrón y como nuevo empleado por sus respectivos padres, y por tanto los dos son novatos e inexperientes en sus roles. Ambos tienen una pareja joven, y un pequeño hijo.
El incidente trágico que será el eje central y el acelerador de la historia, también tiene que ver con ese paralelismo que la película plantea desde el principio: una cosa serán los avatares sanitarios del pequeño hijo del patrón que con sus vaivenes terminarán de manera esperanzadora y otra el destino de la pequeña hija del empleado. Conforme a la técnica narrativa elegida, lejos del discurso detallado y explícito, la película se limita a mostrar lo que ocurre a uno y otro.
Los paralelismos no se restringen al empleado y al patrón. Por el contrario, se proyectarán en múltiples imágenes, como la del antiguo patrón regodeándose en su casona tomando whisky caro con sus amigotes y dedicado a la cría de caballos de raza para la venta a “los árabes”, y la del antiguo capataz, Lacuesta, acampando con su familia en un pequeño monte achaparrado para realizar tareas de alambramiento en medio del campo y llevando a cabo con su hijo Carlos la caza del chancho jabalí por pajonales tupidos con toda la rudeza y primitividad que ésta implica y que tan bien muestra la imagen del perro despanzurrado. Por otra parte del lado de los Lacuesta hay del mismo modo un caballo criollo protegido, respetado y cuidado.
También contrastan las mujeres de los nóveles patrón y empleado: la de Rodrigo, joven, bonita, consumidora de drogas, dominadora y celosa de su hijo en su relación con su esposo, trata con desdén a la mujer del empleado que a su vez pasa a ser empleada suya, y la joven mujer de Carlos dañada por la tragedia, que revela su rabia desafiando abiertamente a su patrona con una frase memorable que funciona como parteaguas en la narración: “Mirá que yo si quiero, a vos te puedo hundir”. Las terribles secuelas de su padecimiento físico recién nos es revelado en la escena notable del desnudo de la joven, que utiliza la técnica del claroscuro en la habitación apenas iluminada con una luz tenue y amarillenta casi como por una vela.
Lo no dicho. Pero lo más interesante de la película, lo que la atraviesa como una espina o clave a todo lo largo de su columna vertebral, es lo no dicho o apenas sugerido.
Efectivamente, nunca terminamos de saber en qué términos está planteado el conflicto. Deliberadamente se menciona por un lado la aplicación de la ley de responsabilidad penal empresarial que podría llevar a la cárcel al patrón, y por otro, se sugiere que podría haber en ciernes una demanda de dinero por parte del empleado o su familia, pero sin definir los términos exactos de la cuestión en los diálogos escuetos de los protagonistas y en las fugaces apariciones de los delegados sindicales y del abogado de la familia del patrón.
Amén de que es el director quien conduce el tema con sabiduría, proporcionándonos una información muy dosificada a efectos de mantener la intriga y la incertidumbre, lo más importante desde el punto de vista cinematográfico es que esa incertidumbre surge del contraste en los paralelismos, una constante de la película. Mientras que en el plano del patrón y su familia se comenta el temor a la cárcel o al reclamo de una importante demanda de dinero, en el plano del empleado y su familia todo es ambiguo y permanece oculto, difuminado entre las sombras de lo que no se dice o se dice a medias, de un hermetismo propio o más típico de la gente humilde del interior, y del temor atávico a las represalias patronales. En este sentido, la actitud de Carlos es impresionante: no se sabe si su silencio obstinado y hierático y sus escasas palabras se deben a un rencor lentamente masticado que da pie a una elaborada venganza, si reacciona en el final espontáneamente ante la visión del cruel y agresivo apartamiento de su esposa del hijo de la patrona por parte de ésta, o si todo se debe a la adversidad y al destino que teje una trama imprevista. Su leve sonrisa en la escena final, cuando le abre la portera para que salga Rodrigo en su camioneta y se cruzan sus miradas, parecería indicar cualquiera de las hipótesis; más es solo eso, un breve gesto de sorna.
Tampoco quedan nada claro otros aspectos. Rodrigo se muestra como un joven inseguro, lleno de incertidumbres ante las tareas frente a las que ha sido colocado, y también respecto a su matrimonio y a la relación con su esposa. Es igualmente incierto su relacionamiento con Carlos y su intento de solidarizarse y ayudarlo, pues no se sabe si lo hace sinceramente o, instigado por la desconfianza y el desprecio que su familia (su esposa, su padre, su madre) le trasmiten, para evitar que el empleado lo demande. El prejuicio, el desprecio, el dolor y su producto visible el rencor, parecen merodear y crecer entre ese cúmulo de sinuosas interrelaciones.
Contar una historia. Esto nos permite situarnos en el punto de vista exacto de la película, que no es el ideológico o político, y que podría conducir a los vaivenes discursivos y analíticos de la lucha de clases, las desigualdades sociales y las crueldades e inhumanismos de patrones rurales. Mucho se ha hablado y escrito a propósito de esta película respecto de esos tópicos y demás formas de maniqueísmo, tanto en comentarios de la crítica como en entrevistas a su director. Como lo aclara con lucidez el propio Manolo Nieto en entrevista de Martin Imer para Granizo (Manuel Nieto: “No me propongo hacer cine político ni de discurso”), afortunadamente el film supera esas tentaciones y escollos que perfectamente pueden echar a perder una obra ya sea cinematográfica, literaria o teatral, y se centra en la tipología humana y el complejo mundo de relaciones que se desatan entre ambas zonas, la del patrón y su familia y la del empleado y su familia, en el contexto del trabajo rural de nuestros días en el que las antiguas relaciones patrón-peón conservan parte de su atavismo pero al mismo tiempo enfrentan nuevos desarrollos en cuanto a conocimiento y aplicación de derechos laborales, y nuevas posturas de los antiguos manumitidos y sumisos trabajadores rurales.
Una subtrama aparentemente secundaria como la de las típicas carreras de raíd hípico del interior, que la película va desarrollando en pequeños flashes (la condición puesta por el padre del empleado al joven patrón de que le permita correr la carrera de raid por Santa Clara de Olimar, el caballo de raza que cría el padre del patrón, la contrapropuesta que Carlos le hace a Rodrigo para que le permita correr el raíd con el caballo de raza frente a su propuesta de arreglo económico), termina adueñándose de la parte final del film. El cierre es la carrera que protagonizará el empleado Carlos montando el caballo de raza, en una secuencia memorable con imágenes de una competencia verdadera para la que el director tuvo que anotarse para participar realmente, por zonas de Santa Clara y Río Branco, carrera en la que, como revela Manolo en el reportaje de La Diaria, aparecen especialmente homenajeadas las camisetas celeste de Zapicán y amarilla de Santa Clara de Olimar. Pero al mismo tiempo, para borrar todo atisbo de telurismo, con la participación de Buenos muchachos en la banda sonora.
Tal vez uno de los aspectos más seductores sea el el dinamismo narrativo que el director encuentra y conduce con admirable tino, sin decaer en ningún momento. Lejos de seguir el esquema de estancamiento en largos períodos descriptivos para descargar en pocos minutos los golpes de efecto de los momentos de mayor tensión y drama, el film está construido sobre un contínuo en que los sucesos se van encadenando sin tregua, de forma tal que el interés jamás decaiga y el espectador se vea envuelto en la acumulación de hechos y emociones, que hacen que se involucre en la historia y en el destino de los personajes hasta llegar al final, perfecto en su contundencia y en las interrogantes que deja planteadas.
En una película que no tiene fisuras, el rubro actoral merece especial mención. Son muy sólidas tanto las actuaciones de los actores profesionales que se destacan en la parte del patrón y su familia, como los no profesionales en la parte del empleado y la suya. Excelentes Nahuel Pérez Biscayart y Jean Pierre Noher como el patrón y su padre, Justina Bustos como la joven esposa Federica, y excelentes también Cristian Borges como el empleado Carlos Lacuesta (hijo), Fátima Quintanilla como su mujer (extraordinaria en las escenas que ya comentáramos), y el propio Carlos Lacuesta como su padre, un perfecto hombre de campo desde su postura y su forma de hablar hasta sus miradas. En entrevista de Federico Medina para La Diaria (14/5/2022), Manolo Nieto subraya el manejo de actores no profesionales, algo que le es propio ya desde su primer film La perrera (2006) para el cual cual utilizó a gente natural de La Pedrera, e incluso realizando un guiño al volver a incluir ahora en esta película a uno de esos actores no profesionales de su primer película como el personaje que le proporciona droga a la mujer de Rodrigo.
Otra mención merece el guión del mismo Manolo Nieto, que dota a la película en todo momento de una sintaxis muy ajustada en cuanto a planteo, desarrollo, punto de inflexión, escenas, clímax y ambiguo final, con diálogos llamativamente precisos y con un gran acierto en frases, giros y entonaciones del habla campesina.
Con esta su tercera película, Nieto culmina con una obra de madurez creativa, una trilogía de películas sobre el interior del país iniciada con la ya mencionada La perrera ambientada en La Pedrera, y seguida por El lugar del hijo (2013) ambientada también en zona rural. Esta rara unidad indica una suerte de obsesión del director con una ambientación y temática generalmente ajena a las inquietudes de nuestros cineastas, bienvenida y de feliz concreción.
Es indudable que el cine de Manolo Nieto, aparte de la ya referida alineación con los principales y mejores cineastas actuales nacionales, cuyo elenco merecidamente integra, tiene contactos con el de algunos cineastas contemporáneos que tratan la problemática laboral como los franceses Stéphane Brizé (En guerra y El precio de un hombre), y Laurent Cantet (Recursos humanos ), e incluso con el cine social del británico Ken Loach. Con el añadido de que Nieto logra superar esas referencias de gran manera, realizando una excelente película, de lo mejor del arte cinematográfico uruguayo de los últimos años. Lo que muestra con meridiana claridad y honestidad es que lejos de todo panfleto, su propósito ha sido contar una historia con detalle y precisión, con sapiencia, con todo lo que a su director le han dado la experiencia y el conocimiento del mundo cinematográfico, de la vida y del trabajo en el interior rural, y de la vida y las relaciones humanas en general, y lo logra con creces. Y en ese auténtico propósito radica la enorme fuerza del film y todo lo que al espectador le queda bullendo cuando sale de la sala cinematográfica, sin necesidad de ningún discurso, de ninguna aclaración, y de ningún manifiesto.
Y eso es arte.